Hoy os dejo un trocito de la próxima aventura de César Giralt.
Ésta es una de las escenas más raras que he escrito nunca, y ya que todavía falta un poquito para que «Donde lloran los demonios« (la secuela de «La pieza invisible») esté terminada, y aprovechando que es una escena corta que no spoilea; he decidido compartirla con vosotros. ¡Espero que os guste! (o que al menos os inquiete)
Intentó correr todo lo que pudo, pero por mucho que se esforzaba, parecía que aquella sombra le seguía recortando distancia a pasos agigantados. Dobló la esquina sin mirar atrás, y encontró una valla metálica, algo más alta que él. Comenzó a treparla, agarrándose como si le fuese la vida en ello. Cuando lo logró, se dio cuenta de que al otro lado había un gigantesco prado verde, regentado por un lago cristalino que dormía, igual que él. Oyó el chirrido metálico de la valla, que estaba siendo trepada por su perseguidor. Continuó corriendo con frenesí en dirección al lago. Las hojas, que eran verdes como el prado, comenzaron a ponerse amarillas, y luego marrones. Caían de los árboles empujadas por el implacable viento de la mañana, formando pequeños tornados que no hacía sino entorpecer la frenética carrera del inspector, que se dirigía como un resorte hacia el agua. Para cuando llegó, el lago ya estaba completamente helado. Oteó el horizonte y pudo ver una figura en mitad del hielo, sentada sobre una silla. El gélido viento, acompañado por su esposa nieve, le dificultaban también la visión.
«Mierda»
Los pasos de su perseguidor se escuchaban más cercanos cada vez, por lo que tuvo que andar por encima del lago helado. Colocó el primer pie lentamente, con sumo cuidado, pero en cuanto hubo comprobado que la placa de hielo era lo suficientemente resistente, aceleró su ritmo. En un vistazo atrás, vio como su perseguidor frenaba en la orilla del lago. De repente, sacó una pistola y disparó contra César Giralt, que se agachó en mitad de su carrera. Por suerte ninguna de las dos balas le alcanzó. Intentó sacar su arma para devolverle el envite, pero se dio cuenta de que no la llevaba en la bandolera. Fue en ese momento cuando la figura sentada a pocos pasos de él, se reveló como una mujer de cabellos castaños.
—¡César! —gritó.
El inspector continuó corriendo mientras su perseguidor continuaba disparando desde la lejanía. Cuando hubo llegado hasta la posición de la mujer sentada, el sonido de los incesantes disparos era remoto.
—Él no puede llegar aquí —dijo Eva Giralt.
Su hermana estaba más joven de lo que la recordaba. Su pelo, largo y de color castaño caía sobre sus finos hombros, y sus puntas acariciaban la cara del bebé que sostenía en su regazo. Los ojos de Eva eran exactamente iguales a los de su hermano, salvo que sus pestañas eran ligeramente más largas, y sus cejas algo más finas. Su nariz era corta y respingona, y su gesto rebosaba felicidad. Estaba sonriente, y no era para menos: acababa de ser madre.
—Silvia —dijo él, descubriendo al bebé con su mano derecha.
—Silvia Giralt —añadió ella. César le miró sorprendido. El apellido de su sobrina no era Giralt, sino Capdevila.
—Él no puede llegar aquí —repitió ella, atemorizada.
—Lo sé —respondió mirando hacia la orilla, desde donde seguían proveniendo disparos, demasiado lejanos como para suponer una preocupación.
—¿Quién es él, César? —Ella le tocó la mejilla con la mano derecha, con ternura.
—No lo sé, Eva. No lo sé.
El inspector le dio a su hermana mayor un beso en la frente, y a la pequeña Silvia le tocó la nariz con su dedo índice, antes de volver a cubrirla con la manta.
—Pero César, ¿por qué has vuelto?
—Tenía que hacerlo, Eva.
—Pero aquí ya no quedan ángeles —sentenció su hermana.
—No estoy buscando ángeles.
—¿Quién es él, César? —insistió ella. Miró de nuevo a los ojos de Eva. Le pareció estar mirándose en un espejo. Entonces lo comprendió al fin.
—Soy yo.
—Siempre has sido tú —sonrió ella. Cálida.
Tanta fue su calidez, que de repente, el hielo bajo la silla comenzó a quebrarse. Intentó mantenerse en pie, pero vio como Eva y su bebé caían por la grieta que se estaba formando. Su hermana le imploró que salvase a su hija, pero cuando él trató de acercarse a la grieta por donde habían caído, un fuerte estruendo se oyó bajo sus pies. Era demasiado tarde, no pudo evitar caer al agua helada. El intenso frío dolía tanto que decidió dormirse para alejarlo de él. Ya no podía pensar en Eva, ni en Silvia, tan solo en él. Poco después ya ni siquiera podía pensar. Tuvo que despertarse.
Abrió los ojos y se descubrió a sí mismo, empapado sobre aquel incómodo sofá, descubrió que no estaba envuelto en agua helada, sino en un sudor frío. Se quedó un buen rato flexionado, con sus codos apoyados sobre sus rodillas y sus manos sobre su frente. Tras unos segundos, miró su reloj.
Eran las cuatro y diez de la madrugada del seis de febrero.